lunes, 24 de febrero de 2014
(En un mundo de grises)
Podía desde elevarme mil metros sobre el suelo, hasta hundirme no sé cuántos kilómetros en la tierra. Podía, porque yo le dejaba hacerlo. A veces llegaba tarde, se encendía un cigarro y se quedaba callada, mirándome. Y entonces yo me moría de ganas de abrirle la boca, de meterle la lengua, de hacerle el amor simplemente porque quería deshacerme las ganas. También podía, un domingo, pintar de viernes el día. Podía adelantar la primavera cuando sonreía, y se le sonrojaban las mejillas. Sigo sin saber si es más bonito o más triste, darle permiso a alguien para que entre sin llamar a la puerta. Para que, en un abrazo, pueda romperte o arreglártelo todo. Pero si quería, podía joderme a cualquier hora, o hacerme el hombre más feliz del mundo quedándose a mi lado. Porque eso es lo malo de las personas que han aprendido a amar tropezándose, que se abren en canal cuando alguien se detiene a mirarles a los ojos. Eso es lo malo, que la gente que siempre ha gastado mil tiritas al enamorarse, siempre se desangra por inercia cuando dice “te quiero”. Así que uno espera que al caer, sea sobre un cuerpo que detenga la caída. Que al caer, sea al rededor de unos brazos que nos hagan olvidar lo cerca que hemos estado de partirnos la esperanza. Y damos mil vueltas. Caminamos. Nos perdemos. Vagamos cabizbajos, intentando recordar en qué momento nos dimos cuenta de que llorar ya no podía curarnos las heridas. Y se hace de noche. Amanece. Pasan las horas. Y lo bonito es que aún sonreímos cuando llaman al timbre. Que aún hay gente a la que le salen ojeras porque sueña más que duerme. Aún hay quien cree que la supervivencia es un beso que se da con los ojos abiertos y las manos cerradas al rededor de otras. Y podríamos pasarnos toda la vida esperando, con tal de encontrar a alguien que nos hiciese sentir que todo este tiempo que hemos estado solos ha merecido la pena.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario